Por los aumentos y la inflación, hubo quienes debieron mudarse a departamentos más chicos o volver a la casa de los padres. En la Ciudad, el 35% de la población alquila. Y cada vez hay menos propietarios.
A David Valiente lo corre el calendario. En diciembre lo echaron y con el total de la indemnización adelantó los pagos del alquiler hasta abril. Después no sabe qué pasará. Magalí vive entre cajas, bolsas y valijas. Están en el living, en las habitaciones, hasta en el lavadero. En febrero tuvo que achicar su vida para pagar un nuevo alquiler. Al anterior ya no lo podía calcular por las expensas: en un mes eran de tres mil, al otro de cuatro, al otro de casi cinco, y ya no quiso quedarse a ver. Natalia García empezó de cero. Con 34 años, tres hijos y dos meses de deuda, volvió a la casa de su mamá. Fue la manera que encontró para saldar lo que debía y sobrevivir. Noelia tiene un bebé de seis meses que por las noches la despierta, pero lo que le produce insomnio no es su hijo, sino un pensamiento: cómo afrontar la renovación del contrato del alquiler. A su marido, como a David, lo echaron. La familia ahora vive de su sueldo, uno que no sabe si alcanzará para que el propietario les permita quedarse por otros dos años.
En la Ciudad de Buenos Aires, un millón de personas alquila. Representan el 35% de la población y sus hogares tienen fecha de vencimiento. Cada dos años, si es que logran completar el plazo, deben sentarse a renegociar el contrato con su locador. Si no hay acuerdo, ponen sus vidas en cajas de cartón y se van, enfrentando los costos de otra mudanza. El gasto puede representar dos meses de alquiler, entre certificaciones de firmas, el depósito y un pago por adelantado. En una época en la que para tomar un crédito hipotecario y comprar un dos ambientes usado hay que ganar al menos $ 130 mil al mes, ser inquilino no es una etapa por la que pasan los jóvenes, sino una característica que atraviesa toda la vida. Aunque, con una inflación promedio del 47,6% durante el año pasado, mantenerse en la categoría inquilino es un desafío para muchas familias argentinas.
Cuando David Valiente escuchó «reducción de personal» y «estás despedido» pensó primero en su casa. Una de paredes rosa acuarela, rejas bajas, pasto bien cortado adelante y un patiecito al fondo, en Llavallol, Lomas de Zamora. Cuidada. Prolija. Un hogar casi nuevo: lo había alquilado veinte días antes del despido, en diciembre. Inquilino, sin trabajo, con una familia detrás, y una casa por pagar mes a mes, usó toda la indemnización para adelantar cuotas.
«Lo decidimos con mi mujer. Queríamos quedarnos tranquilos, cubrir el techo. Ahora tengo pago hasta abril. Ya estoy tratando de conseguir algo», dice. Todos los días sale a buscar trabajo. Recorre agencias que toman curriculums para empresas de Capital y el Conurbano. Dice que no es exquisito, que se da maña en lo que sea. Tiene 27 años, una hija de tres y un bebé de un año y dos meses. Siempre salió adelante, sin pedir prestado. Trabajó en Cresta Roja: su familia todavía recuerda cómo llegaba a la casa, con el delantal y las botas para tirar, de tanto olor y tanta mancha. Al otro día volvía a la planta avícola impecable. De ahí, pasó a limpiar y cargar combustible para una flota de camiones. Estuvo tres años hasta que en diciembre, 20 días antes de fin de año, lo despidieron. Hacía semanas que había decidido mudarse. «Es una casita linda. Tiene dos habitaciones, el living, cocina y un patio. Como en ese momento tenía laburo, me pareció buena idea. No esperaba lo que pasó después».
En promedio, en la Ciudad de Buenos Aires se destina un 30% del ingreso familiar al pago del alquiler. El dato surge de la Dirección de Estadística y Censos. Aunque, según la Defensoría del Pueblo porteña, ese porcentaje puede ser todavía mayor, llegando hasta un 50%. «Estamos en el punto más alto en la historia de los contratos de alquiler. Hubo un pico similar en 1978, cuando se derogó una ley que limitaba los alquileres y se liberaron los montos, pero en forma histórica siempre la incidencia rondó un 30%. La diferencia es que ahora la gente ya destina la mitad de su sueldo», dice Fernando Muñoz. Es el titular del Programa de Atención a Inquilinos de la Defensoría. La mayoría de las consultas que recibió en el último año fueron de personas preocupadas por no poder cubrir los gastos. «La suspensión anticipada del contrato, la renegociación en cuotas de la deuda, llegar a un acuerdo para sostener el alquiler por un tiempo hasta encontrar algo más barato fueron preguntas recurrentes», agrega Muñoz.
En noviembre, cuando acumulaba dos meses de deuda, Natalia García decidió que tenía que empezar de nuevo. Hizo cuentas, juntó plata y saldó obligaciones. «Toda la vida alquilé. Con mi marido jamás pudimos acceder a un crédito hipotecario, pero a medida que iban llegando las renovaciones evaluábamos si podíamos seguir y, si no, nos mudábamos a otro lugar más chico. Pero esta vez no nos dio el cuerpo. El alquiler se comía nuestros sueldos», dice. Ella es empleada doméstica, él trabaja en un taller mecánico. Tienen tres hijos: «La nena de dos años, el varón de siete y la mayor de 12», describe. Su relato nace en el living de la casa de su mamá, a donde debió volver. Ahí, a 10 cuadras de la estación Lomas de Zamora del tren Roca, son siete bajo el mismo techo.
En el último tiempo, la ilusión de pasar de inquilino a propietario duró poco. Los millones de inquilinos que durante años habían puesto sus ingresos y simulado un pedido de préstamo en las páginas de los bancos -para encontrarse con panoramas imposibles-, se volcaron -los que pudieron- al UVA. Una palabra que desde mediados de 2016 hasta mediados de 2018 se convirtió en récord,pero implica un riesgo: son créditos cuya cuota, y deuda remanente, se ajustan a la par de la inflación.
Desde 2016 se otorgaron más de 120 mil créditos UVA, pero la devaluación del peso, el deterioro de los salarios y la inflación más alta desde 1991, congelaron la operatoria. El tiempo dirá si los que tomaron este tipo de crédito aprovecharon la oportunidad de convertirse en propietarios, o si corren el riesgo de perder su casa por no poder pagar cuotas tan altas.
Ahora, Magalí no puede siquiera pensar en eso. Está muy lejos de acceder a una vivienda propia. La depreciación de su sueldo y el de su novio los obligó a mudarse: «Somos empleados municipales. Nuestra paritaria cerró en 15% y se nos hizo muy complicado pagar el alquiler, las expensas y los servicios básicos». En febrero, pasó de un departamento de dos ambientes, dependencia y patio en Villa Crespo a otro de tres en Almagro. «Resignamos espacio exterior, no tiene siquiera balcón», dice, rodeada de bolsas, valijas y cajas, que se multiplican en todos los ambientes. Adentro hay objetos que en breve acomodará y distribuirá por la casa. Lo hará sin saber si en dos años tendrá que guardarlos otra vez.
La razón principal por la que Magalí y su novio dejaron el otro departamento fueron las expensas: «Empezamos pagando $ 1.800 y terminamos en $ 4.500. Era una ruleta rusa». La incertidumbre y el tener que habituarse a los requisitos que impone otro, en este caso el locador, la frustraban. Es que muchas veces los propietarios, ante la sospecha de que el inquilino pueda poner en riesgo su inmueble o ante la creencia de que la Justicia no actuará ante un incumplimiento o sólo por el deseo de querer ganarle al contexto económico, se cubren con contratos repletos de condicionamientos, que muchos inquilinos cumplidores perciben abusivos. «Si yo firmo un contrato en el que me comprometo a devolver el departamento en la manera que lo recibí, ¿por qué se meten en si debo o no tener mascota, o incluso hijos? No hay reglas claras, ni para las responsabilidades económicas ni de convivencia», dice Magalí y pide una regulación del Estado.
La organización Inquilinos Agrupados viene demandando una ley que establezca derechos y obligaciones, y que limite excesos. Con una norma, quizás no se darían situaciones como las que vienen identificando la Unión Argentina de Inquilinos: «Observamos cláusulas que refieren a conceptos abstractos, como ‘ante emergencia económica’ o una ‘inflación mayor a 30 puntos’ las partes deberán sentarse a renegociar», dice Ricardo Botana, presidente de la Unión y agrega: «Eso sólo se vio entre 2001 y 2005».
A esas fechas también remite la desocupación, que en el último trimestre de 2018 subió y terminó con una tasa del 9%. En la casa de Noelia hay un ejemplo detrás de esa cifra: su pareja, quien trabajaba en el área administrativa de un supermercado mayorista y fue despedido el 1° de febrero. «Por el momento vivimos sólo con mi sueldo», dice ella.
En la casa que armaron en Coghlan -con un balcón lleno de suculentas y un living con una alfombra infantil y varios juegos didácticos-, todas las noches Noelia se levanta a alimentar a su bebé de seis meses. Volver a dormir le cuesta. No es por su hijo. Lo que le profundiza el insomnio es cómo afrontarán la renovación del contrato de alquiler, en junio. «Para entrar presentamos los recibos de sueldo de los dos, no sé qué sucederá ahora», se preocupa. Mientras tanto, en caso de que el propietario les exija aumentos que no puedan alcanzar, la pareja piensa alternativas: mudarse a un departamento más chico, irse a otro barrio o a la Provincia. Noelia dice: «En lugar de pensar en agrandarnos, en crecer, estamos evaluando opciones para cubrir lo esencial. En todas, bajando la calidad de vida».